Por PACO BALSERA – Enólogo en Clos d’Agon
Podríamos imaginar el sonrojo de aquellos duros y, quizás, honrados marineros romanos que remontaban el Ródano cuando fueron emboscados por unos malencarados salteadores.
La carga bien estibada al fondo de la caudicarie, los fardos dispuestos unos sobre otros, diferenciando bien los que contenían plantones de vid que fructificarían en uvas blancas de los que amarraban otras que lo harían en tintas.
Y, a la altura de Condrieu, los bandidos que abordan la nave y, antes de proceder al pillaje, se presentan a sí mismos como los Culs de piaux (que pasado por cualquier traductor tipo Google, éste nos informa que su correcta traducción sería la de Nalgas; si hay alguien en la sala que me corrija, seré yo quien se sonroje, pues desposeerá de todo sentido a este prefacio). Y los autodenominados Nalgas se quedan con el botín. Quién sabe si conocían de antemano qué era lo que estaban robando, pero el caso es que aquellas plantas encontraron allí mismo su principal emplazamiento.
Y ahora sí, podemos entender el mencionado sonrojo de los, quizás, honrados marineros romanos. El piloto mira al patrón y este a aquel, y los dos saben que podrán explicar al césar Marco Aurelio Probo, hijo de Dalmacio, que sus plantas dálmatas habían sido robadas, pero ¿cómo le cuentan que han sido los Nalgas quienes se las llevaron, sin riesgo a ser víctimas de la peor de las mofas antes de ser arrojados a los leones?
Jocosa leyenda (o mezcla de leyendas) ésta, que pretende explicar la llegada de Viognier y Syrah a las tierras del Valle del Ródano. Desarrollando el mito: parece que es posible que la Viognier tuviera origen en Dalmacia y que fueran los romanos quienes la llevaron a su actual patria chica, allá por los últimos años del siglo III de nuestra era.
Las variedades de uva (o cualquiera otra planta cultivada) tienen un origen cuyo conocimiento es más o menos difuso y su desarrollo hasta llegar a ser lo que son hoy día se ha extendido a través de innumerables migraciones, estableciéndose en determinadas zonas de cultivo y volviendo a desplazarse en un peregrinaje casi infinito. Hasta que llegan a algún lugar de Francia y los paisanos del lugar les ponen un nombre. Listos que son.
Viajes de ida y vuelta, las variedades de uva son eminentemente viajeras. Emigrantes, inmigrantes (como la mayoría de nosotros) o, simplemente, robadas por los Nalgas de turno. Y se instalan allí donde se expresan satisfactoriamente. Si a tu vecino se le da bien esa uva, tarde o temprano tú también acabarás teniéndola. Si el resultado está más cerca de lo desastroso, o lo irrelevante, raro será que robes una sola yema al paisano de al lado. Ninguna uva prosperará (o no debería hacerlo) allí donde no tenga las condiciones adecuadas para desarrollarse y expresarse correctamente.
Philippe Dambois acababa de asentarse en la Costa Brava, recién llegado desde Argentina, cuando un vecino/amigo le convenció para plantar una viña. En ese momento no era el experto viticultor que llegó a ser, así que se dejó asesorar por los mejores. Y los mejores eran Pierre Galet y André Crespy, catedráticos de viticultura de la Universidad de Montpellier. André y Pierre siguen siendo considerados por algunos una especie de padres de la viticultura moderna, así que sabían lo que se hacían en cuanto a plantar viñas se refiere. Philippe aún se sigue refiriendo a Pierre como aquel sabio que llegó a ser muy amigo suyo.
Y como expertos que eran, no se limitaron a hablar con Philippe y darle cuatro ideas: se desplazaron hasta su masía en Calonge y conocieron su propiedad de primera mano. Se interesaron por la climatología, analizaron los suelos, estudiaron las variedades de las viñas ya plantadas, conocieron el entorno y sus gentes.
La conclusión a la que llegaron era que las plantas existentes podrían estar muy adaptadas al terroir (algunas quizás no tanto) pero que, a la hora de elaborar un vino de calidad, fin último del bueno de Philippe, carecían de cualquier interés.
“En estas parcelas de aquí, te vendría muy bien probar con variedades típicas del Ródano, que lo tienes aquí relativamente cerca”, debieron decirle, aunque probablemente emplearon el término Rhône, que para algo eran franceses ellos. “En aquellas otras, prueba con Syrah y variedades de perfil más bordelés” continuaron diciendo, aunque seguramente la conversación fue más larga e incluía términos más precisos dentro de la jerga vitivinícola, que eso siempre hace aparecer a uno muy docto en la materia, y, es más que probable que se incluyera documentación escrita con los estudios pormenorizados y las conclusiones fundamentadas.
Y hete aquí, que es hasta donde queríamos llegar con la parrafada anterior, que la Viognier que robaron los Nalgas para establecerlas en el Ródano, en su valle, devino en la bandera e insignia de Clos d’Agon. Porque no lo hemos dicho, pero esa viña que Philippe Dambois plantó debía abastecer la bodega que fundó y a la que decidió llamar Clos d’Agon, parece ser que en honor a su suegro, de apellido Bagon, allá por finales de los años ochenta del pasado siglo.
Por cierto, disculpadme un inciso, este apellido, Bagon, procede de Agon, que en judío Asquenazi significaría «El hijo del sabio». Los asquenazíes son los descendientes de las comunidades judías medievales establecidas a lo largo del Rin, desde Alsacia, al sur, hasta Renania, en el norte. Más reminiscencias vitivinícolas son evocadas por aquí. Pero abandonemos esta vía, que nos conocemos y acabaremos liándonos…
Y plantó, decíamos, Viognier y Roussanne y Marsanne y también Cabernet sauvignon y Merlot y Syrah y algo de Monastrell (Mourvedre, que decían ellos).
Philippe aprendió el oficio e hizo un gran trabajo en Clos d’Agon en la década que estuvo por aquí, pero a poco más de diez años después de comenzar su aventura, cosas de la vida, tuvo que dejar el que fue su sueño y vendió la propiedad.
Los nuevos jefes de todo esto también sabían lo que se hacían y, ya que ellos se dedicaban más al comercio del vino y, salvo uno de ellos, no tanto a su producción, también decidieron aconsejarse por quienes estimaron que eran los mejores. Es ahí cuando aparecen las figuras de Peter Sisseck y el arquitecto Chus Manzanares. Estamos hablando de 1999 y por entonces el rubio danés tenía aún casi en pañales su Dominio de Pingus; aunque ya había perdido 75 de las 325 cajas producidas de Pingus 1995 (su primera añada), sumergidas en algún lugar cerca de las Azores, lo que hizo que una botella de este vino alcanzara los 495 dólares en el mercado USA, que es hacia donde se dirigían. Los dioses actuaron como Culs de piaux esta vez.
Peter vio que mucho de lo creado hasta entonces en Clos d’Agon estaba bien y decidió respetar las variedades plantadas. Eso sí, se duplicaron las 8 ha establecidas inicialmente y en los nuevos terrenos robados a los montes de la propiedad se optó principalmente por plantar Cabernet franc y Syrah, las que ahora son nuestras uvas más preciadas para los vinos tintos. También se introdujo el Petit verdot en cuatro pequeñas superficies. Un gran acierto más.
Con estos mimbres hacemos nuestros cestos en Clos d’Agon y esto nos hace muy especiales en nuestro entorno.
Llegados hasta aquí, caigo en la cuenta de que deberíamos haberos hablado primero de nuestra ubicación en un valle en forma de anfiteatro que se abre hacia un Mediterráneo que tenemos tan solo a 3 km en línea recta y que se ve desde todas las parcelas (podemos interpretar con ello que la influencia del mar nos llega a todas y cada una de ellas). Deberíamos habernos referido también a los montes del Espacio Protegido de las Gavarras que nos cubren las espaldas y que a su vez nos protegen de la fuerza y sequedad de la Tramontana, que nos llega así lo justo para secar el exceso de humedad que aporta el mar (Nostrum) Y, ¿por qué no?, de los suelos eminentemente ácidos, que van desde las arcillas en las parcelas más bajas a las pizarras de monte arriba; de la orientación de las líneas de plantación, de nuestra forma de trabajar, que nos hace estar siempre muy encima de todo lo que le sucede a la planta durante el año. Ilustraros sobre de nuestro terroir, en fin.
Quizás sea algo que podamos desarrollar en otra ocasión.
Pero, en una zona donde, aparte del crisol varietal de reminiscencias ancestrales que aún cultivan los pageses de la zona, se da por hecho que lo tradicional es la Garnacha y la Cariñena (tradicional aquí y allí donde alguien planta una viña, podríamos pensar), lo que nos hace especiales a ojos de nuestros vecinos es que cultivemos Viognier y otras coterráneas suyas. Tan es así, que ni siquiera la denominación de origen que nos debería proteger autoriza la uva de los Nalgas para su cultivo.
La Viognier parece ser que viajaba de Dalmacia a Roma por el camino más largo y que se perdió en Condrieu. De allí hasta Clos d’Agon el viaje fue más corto, más fundamentado y más documentado. Y como Nalgas modernos “robamos” el material vegetal de Chateau Grillet. Siempre hay que robar de los mejores. De eso hace ya 30 años. De forma literal y simplista podríamos decir que las nuestras son ya viñas viejas. Llevan mucho tiempo con nosotros y han demostrado toda su valía. Porque es una uva de alguna parte del mundo que encontró su acomodo en el Ródano, pero que trajimos al Mediterráneo y expresa Mediterráneo. Es hija del terroir donde vegeta, no es ninguna extraña, tan solo una uva charnega que ya ha dejado su descendencia en nuestra tierra.
Clos d’Agon blanco es un vino elaborado con esta Viognier y con aquellas Roussanne y Marsanne plantadas por Philippe, André y Pierre. En 2008 Robert Parker’s Wine Advocate consideró darle la mayor puntuación que hasta la fecha había recibido un vino blanco español. Desde entonces son muchos los que cantan las alabanzas de este vino que mejora con los años hasta darnos un néctar de dioses (permítaseme la arrogancia), un oro líquido que persiste en nuestros paladares. O al menos así lo veo yo, uno de los muchos y privilegiados padres de la criatura.
En nuestro altar hacemos ofrendas a los todos los Nalgas de la historia que hicieron que esta uva acabara fotosintetizando azúcares que fermentar en nuestras cubas…